lunes, 25 de mayo de 2009

La mínima historia de "El Príncipe"


Despertó y su vida era la misma. Nada nuevo. Su grandioso golpe lo había tenido preocupado horas antes, pero ahora no. Ahora estaba seguro. Como cuando caminaba por las calles de Caracas, afanando carteras o como cuando volvió de España para robar autos en La Serena. A sus 27 años, "El Príncipe" tenía fama de chorro. Fama buena como el vino bueno. Se la había armado en las calles del Puerto y en las plazas polvorientas de la Santa Adriana.
Ahora, en la mañana, se había dejado de soñar leseras y cargó su buen fierro. Una del 9, con 14 tiros. Y se lavó los dientes antes de tomar café, como siempre. Asquerosa costumbre le decía su madre, la "Tota", que murió de un balazo en la espalda en una quitada de droga.
"El Príncipe", en cuanto cumplió los 18, se fue a la cana: robo con homicidio. Hizo 5 años y después se fue a vagar por el continente. Asaltó buses, robó fruta, droga y bancos. Pero nada tan bueno como el máximo delito que había planeado.
Como todas las mañanas. Como todas, se peinó después del café y se puso las dos pulseras de cuero en la izquierda. Sacó 20 lucas de su caja de zapatos-alcancía y salió hacia el centro. "O nos llenamos de gloria o nos vamos a la remierda", le decía a su brazo derecho, al "Gato", compañero de básica en el San Luis de la Gran Avenida.
Los dos se fueron para el centro. En el Opala que se habían robado el jueves en un supermercado. Auto rápido, pensaba "El Príncipe" que en su historia mínima era bien preocupado por los detalles. Raro en él, que había pasado por la coca, el trago fuerte y el neoprén. Raro en él que cuando era chico dormía en la casa del perro para que su viejo no lo empapelara a patadas por las malas notas.
Al final, toda esa carga, toda esa vida estaba concentrada en la pistola y su buena capucha con la que, junto al "Gato", iba entrar al banco.
Y así fue. Se arremangó y el tatuaje desesperado de la virgen y una serpiente se asomó sobre el puño que dejó de boca al guardia en el suelo. Le llegó la hora a las cajeras y se fueron corriendo. El "Gato" saltó por los mesones juntando las monedas, las lucas, los billetes. Todo bien. Todo entero bien. La mano estaba buena.
Cuando el "Gato" estaba por terminar, volvió a pasar por sobre los mesones y fue entonces cuando una chispa de sangre pasó por sobre su cabeza. Cayó derecho al suelo. Sin decir nada. Sin creer nada. Sin pensar nada.
"El Príncipe" alcanzó a mirar de reojo y un uniforme y no se cuantas palabras de juramento se le vinieron encima. Con ellas las ráfagas implacable del orden público dieron cuenta de sus piernas. Otras tantas más de sus brazos. Hasta que llegó el tiro legal. El tiro que lo llevó de paseo por el San Luis, el que le hizo recordar a la "Tota" y le que le agotó la sangre de ladrón.
Y se vino la noche.
Lo lloraron en la Santa Adriana y en la Victoria también, donde vivía su última novia. También lo lloró un par de mujeres, que nadie supo quiénes eran. Le llegó la hora al "Príncipe" que no dejó más que su caja de monedas, un par de zapatos nuevos, cuatro camisas viejas, el reloj que le robó a un gringo. No le resultó la cosa.
Fue hace 15 años. O quizás 16. Y yo conocí al delincuente, al pistolero. Y a su familia. Y hasta el día de hoy nadie se explica por qué antes del café se lavaba los dientes.

Lejos

Medio perdido sigue mi blog. Pero ya se viene la historia del "Principe". Es real. Es de esas que pasan por el lado y no las vemos.