miércoles, 22 de agosto de 2007
La cuenta!!!
Porfiada, la vida, los obligó a juntarse en una esquina medio borrada por la ceniza del tiempo. Claro que sabían perfectamente que, como toda posibilidad, sólo la paciencia podría darle cuerpo.
En fin. Se fueron caminando por la alameda hacia el centro. Dejando atrás varios años de distancia. Se veían bien. Ella más canosa. El harto más panzón. Pero alegres. Medio nerviosos por el encuentro.
Caminaron rápido, pero también un poco lento. Como tratando de hacer del viento un compás. A veces, pero sólo a veces, se miraron a los ojos mientras el mono rojo daba paso al mono verde del semáforo. Por San Antonio, se metieron a un par de galerías. De las galerías a la calle otra vez. Entre sueños vieron discos, ropa y guitarras. Era la hora de los escaparates generosos.
Siguieron por Mac Iver hasta Catedral y de ahí hacia el Mapocho. Como estaba medio nublado no pensaron en sentarse en el escaño ya muerto de sus días de colegio. A esas alturas los recuerdos eran un virus loco que pensaban dominar al alero de una cerveza fría o una copa de vino medio culpable.
Siguieron a pie. Sin parar a no ser que fuera estrictamente necesario. Ella se arreglaba la bufanda a cada rato. El seguía con el maldito tic de afirmarse los lentes.
Una vez en Bellavista, se sentaron en una mesa blanca, con mantel blanco y sillas blancas. Los atendió un garzón vestido de blanco con una carta blanca y unos zapatos negros.
Al final pidieron un vino. Y les pusieron algo de pickles y maní en la mesa. Era de regalo.
Pasó una hora... quizás dos, hasta que al final ella habló: "Me carga sufrir".
El se sacó las manos de los bolsillos y le respondió bajito: "A mi también".
Se miraron un segundo y al unísono pidieron la cuenta. Ella puso la mitad. El pagó con dos billetes casi nuevos que tenía doblados en la billetera de cuero de siempre.
Se levantaron. Ella se subió a una micro. El se arregló el cuello del abrigo y caminó hacia Salvador. Ahí se perdió entre los bares, la memoria y la tristeza.
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