lunes, 13 de agosto de 2007
Érase una...
"No digas nada...que el tiempo se va volando", le decía abrazándola fuerte en el asiento trasero del taxi, para que ninguna brisa celosa se la arrebatara. Había esperado tanto, que ese momento tenía que ser más eterno en calidad que en cantidad de minutos.
La miraba de reojo para estar seguro de que estaba ahí, para confirmar que no se trataba de alguna de esas otras mujeres que lo habían tratado de salvar de tanta soledad. Pero no. Era ella. Era su pelo. Sus ojos. Sus hombros. Hasta su aroma a colonia barata y shampoo de perro.
"¿Qué estamos haciendo?", le preguntaba ella cada cierto rato. Como buscando la excusa para no ser feliz. Para cambiar ese momento tan valioso por un adiós. No quería mirar por la ventanilla. Quizás algún rayo tímido de sol pudiera hacerla recobrar la lucidez.
Pasaban los árboles oscuros, las viejas ampolletas de la avenida. Estaba en serio apurada por decir "te amo". Pero no le salía. Esas palabras estaban decididamente, completamente, extremadamente cautivas por su pena.
Se sentía igual sola. Como que no tenía ni una puta brújula compañera que le diera una señal. Le daba coraje y espanto, pensar en que al estirar el brazo no encontraría esos brazos que le habían enseñado a llegar más rápido donde los sueños nacen.
Al final, los dos se habían sentido solos. Porque tenían tanto que ver como una espina y una rosa, como una estrella y el cielo, como la última palabra del último cuento del último autor.
Eran como las cinco de la mañana y el conductor del taxi preguntó si querían seguir paseando, porque tenía que irse a su casa. Ahí donde su esposa lo espera cada mañana después del turno con una sopa de letras y un pan tostado.
Le dijeron que no. Que mejor parara en la Estación Central. Y se bajaron.
Ella primero. El después.
Se sentaron en la escalera del metro y vieron amanecer. Vieron como comienza a pasar la vida que los separa.
El le preguntó si quiería que la encaminara a su casa. Ella dijo que mejor que no.
Comenzaron los pájaros intrusos a romper la monótona fórmula que habían tejido en la noche.
Sabían que ese momento era único. Que nunca más se iba a repetir. Pero aún así se abrazaron otra vez. Se dieron un pequeño beso. Se despidieron. Ninguno habló. No sabían que carajo decir.
Se fueron a sus casas y se acostaron. Al rato estaban dormidos...más que simplemente dormidos.
El soñaba que la abrazaba fuerte en el asiento trasero de un taxi. Ella soñaba que él la abrazaba fuerte en el asiento trasero de un taxi.
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2 comentarios:
primera vez.. primera! en que no tengo absolutamente nada que decir..
temo, y tengo susto de creer que usted se robe ideas, que se menta a las mentes y escriba las cosas como a uno le gustaria escribirlas.
temo...
Guau!
Muy buena historia.
Saludos.
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