Michael Reckling en el Palacio Montjuich, Barcelona - 1971
Te tuve que entregar tardes. Mañanas. Noches. El miedo de la falla, la impaciencia de la primera nota. Con el cuello acalambrado recorriendo cañadas de sonidos secos. Apagados, pero alertas. Entendiendo tus anhelos. Tu forma de enrredar luz y melodía. Te dediqué cumpleaños, santos y navidades. Pero al final no diste nada. No me regalaste vida, ni color, ni fama. Solo teclas perdidas y desarmadas con tangos mal hechos y valses despegados. Me dejaste a Bach sentado en el borde de mi banco. Apoyado en la ventana logró caer Chopin. Entre los dedos de mi copa de vino estaba Grieg. Cuando nadie confiaba. Cuando el viejo Villegas apenas me sentaba al piano comenzaba a gritar. Pero también lloraba con los preludios, las invenciones y los pasajes romántico de un barroco cansado.
Las veces que iba a la iglesia era para hacer sonar al rey. A ese órgano Walker o Carlini que me dejaba entusiasmado con las partituras. Donde cada ruido mágico era conquistable.
Seguí de grande con la música. En lo pasillos de la facultad de Compañía. Donde vivían tranquilos el corno, la trompeta, los violines y los cellos. En la terraza donde las palolas contemplaban las tocatas. Donde se me iba la luz estudiando a Bartok.
Ahora tengo un piano. Seco. Que de vez en cuando revive a Silvio, que tocó cuecas y tonadas. Un piano que en realidad es la parte más liviana de mi caracter.
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